lunes, 30 de marzo de 2009

En la ciudad del Sylvia


Esta tarde he ido a ver En la ciudad de Sylvia, de José Luis Guerín. Me he levantado de mi pupitre en la Biblioteca Británica a las cuatro, y a las cuatro y veinte estaba sentado en mi butaca en el Renoir, mi cine favorito. No se puede pedir más.

En la ciudad de Sylvia es una ensoñación sobre la contemplación de la belleza, o sobre la contemplación masculina de la belleza femenina, para ser más preciso. El tono es de poesía clásica, con faunos y ninfas, o más bien diosas. Una escena deliciosa en la que unas adolescentes se refrescan y se salpican en una fuente de un parque parece sacada de Ovidio.

En la belleza que la película nos invita a contemplar se mezcla la más pura materialidad de una nuca acariciada por el sol, la curva de un pómulo, o una melena alborotada por el viento, con el misterio que se esconde detrás de una mujer desconocida: ¿cómo será su vida? ¿cómo sería la tuya si la compartieras con ella?

Es una película preciosa: las mujeres, la ciudad, los planos reposados, los reflejos y yuxtaposiciones azarosos. Pilar López de Ayala es bellísima. En el tranvía compartimos con el protagonista masculino la magia de que nos hable, de que haya registrado nuestra existencia, y nos permita entrever su mundo. El beso que le sopla al bajarse del tranvía podría hacernos llorar de felicidad.

Colorear

He empezado a colorear con acuarelas algunos de mis dibujos.
Este es el primero que hice. Es la mesa después del desayuno del sábado:


Esta es la biblioteca pública del barrio:


Estos son del parque de al lado de casa:




Esta es una madre en la sala de espera de la academia de música:


Y esta es la habitación de mis hijas:


No sé qué pensar. Desde luego quedan más vistosos, pero creo que mi objetivo no es la vistosidad. No es que sepa cuál es mi objetivo, pero creo que aspiro a una seriedad que es incompatible con esta técnica. Por otro lado, esta aspiración a la seriedad no me da más que problemas. A lo mejor lo que necesito son más colorines: colorearme la vida.

martes, 24 de marzo de 2009

Rostros desconocidos

Últimamente siempre que voy en metro me dedico a dibujar a otros pasajeros. Es un poco obsesivo: es difícil parar. Suelo aprovechar el tramo entre Finsbury Park y Kings Cross, pues son cuatro estaciones en las que no se baja mucha gente. Unos me salen mejor que otros. En cuanto trazo la primera línea ya sé si me va a salir bien o mal. Ahora aunque no tenga con qué dibujar siempre que veo una cara la dibujo con la vista. Recorro las líneas y registro los ángulos y las curvas. Mirar así la cara de un desconocido tiene algo de indecente. Es casi como tocarla. Estos los he hecho hoy:




viernes, 20 de marzo de 2009

Le Corbusier

El domingo fuimos todos a ver una exposición sobre Le Corbusier. Además de dibujos, planos, fotos y maquetas de sus proyectos arquitectónicos, había muestras de su producción en otras artes: pinturas, esculturas y películas. Yo siempre he sentido una cierta veneración por Le Corbusier, nacida no de un conocimiento real de su obra, sino de su carisma como profeta de las vanguardias. De su radicalismo vanguardista la exposición no deja ninguna duda: véase, por ejemplo, su plan de arrasar la mayor parte del centro de París para construir una serie de torres de sesenta pisos.

Sin embargo, si dejamos el contexto ideológico a un lado, parece que mi admiración carece de fundamento. Reconozco que la exposición me convenció de que la Unité d'Habitation de Marsella es más interesante de lo que creía, pero su enfoque general a la arquitectura me parece descaminado. Según la exposición, resumió sus ideas arquitectónicas en cinco principios. Tres de ellos me parecen especialmente dañinos. Uno es que los edificios deben estar elevados del suelo sobre columnas, dejando un espacio abierto debajo. Esto me parece un error garrafal. Los edificios deben estar enraizados en la tierra que los sustenta, como los árboles o las montañas. Otro es que las fachadas no tienen que jugar ningún papel estructural, para poder darles la apariencia que se quiera. Esta es una de las ideas más perniciosas de la arquitectura contemporánea. Tiene como consecuencia que la arquitectura está completamente disociada de la apreciación estética. Hoy en día ves un edificio prácticamente terminado y todavía no tienes ni idea de qué aspecto va a tener por fuera, cuando vengan el último día y atornillen los paneles que conformarán la fachada. El tercero es que los interiores deben ser diáfanos, sin muros de carga, de tal modo que la labor del arquitecto tampoco se ve reflejada en el aspecto interior del edificio. Al final todo es pladur.

La exposición está ubicada en el Barbican, ejemplo más atractivo que hay en Londres de un enfoque urbanístico afín al de Le Corbusier. Es un complejo arquitectónico en la City de Londres, construido en los 60 y los 70 en terrenos que habían arrasado los bombardeos alemanes. Consta de trece bloques de unos siete pisos y tres torres de cuarenta y dos: unas dos mil viviendas en total. El recinto es completamente peatonal, con jardines y un lago en el centro, e incluye un centro cultural de primera línea, con una sala de conciertos, donde toca la Orquesta Sinfónica de Londres, un cine, un teatro, dos salas de exposiciones y una biblioteca.


No sé cómo se vivirá allí. Nunca he visto un piso por dentro. Los residentes no parecen hacer uso de los espacios públicos, que suelen estar desiertos. En este país ese tipo de entorno se suele asociar con degradación social, pero en el Barbican vive gente de bien. Es indudablemente arquitectura de calidad, admirable, aunque no bella. Me alegro de que exista, pero también me alegro de que no haya más.

miércoles, 18 de marzo de 2009

Manjares ginebrinos

Llevo unas horas en Ginebra. He venido a dar una conferencia. Esta es mi primera entrada de blog itinerante. Acabo de comer: manitas de cerdo rellenas acompañadas de puré de patata con trufas y unas verduras a la brasa. Delicioso, insuperable. La única pena es que no haya podido beber vino porque mi conferencia es esta tarde.

Hay muy pocas cosas que me salgan bien de natural, no a base de empeño y dedicación, sino porque sí.

Una es resolver problemas informáticos. A pesar de mis escasos conocimientos, tengo una facilidad intuitiva para comunicarme con ordenadores recalcitrantes. Anoche arreglé la red de casa, después de muchos intentos y ya contra todo pronóstico. Luego me quedé dormido arrullado por una sensación de triunfo.

Otra es elegir restaurantes. Casi nunca me equivoco. Hay sitios que sólo con verlos sé con absoluta certeza que me van a dar bien de comer. No sé qué me lo dice: ¿la clientela? ¿la decoración? ¿la expresión de los camareros? En este caso el nombre del establecimiento me ha dado una pista casi infalible. En un sitio que se llama Au Pied de Cochon es imposible que se coma mal.

He comido fuera, con un sol de primavera maravilloso y una brisita de montaña para que el calor no llegara a agobiarme. Las manitas y una botella de agua me han costado treinta y tres francos suizos. No tengo ni idea de cuánto dinero es ni sé si me lo van a pagar, pero me da exactamente igual. He pasado un rato en el cielo.

viernes, 13 de marzo de 2009

Examen de música

Mis tres hijos estudian música después del colegio, en una academia que se llama North London Colourstrings. La mayor toca el violín, y los otros dos el piano. Colourstrings es un método de pedagogía musical que utiliza astucias psicológicas para desarrollar la musicalidad de los niños. No sé si es mejor o peor que otros. Desde luego es mucho más prometedor que sentarte hora tras hora a solfear, sosteniendo el libro en una mano y marcando el compas con la otra, como se hacía en los conservatorios españoles al menos en mis tiempos. Los profesores de colourstrings son músicos jóvenes de todo el mundo que han venido a Londres a estudiar en alguno de sus conservatorios y a triunfar, y mientras triunfan, o no, se mantienen dando clases de música. Mis hijos han tenido profesores de Finlandia, Siria, Montenegro y España, además de algún que otro inglés.

El que los tres toquen un instrumento no obedece a un plan preconcebido. Todo empezó un poco de casualidad. La mayor empezó a ir a Colourstrings con unas amigas del colegio a los cinco años o así. Luego nos pareció mal que la mayor fuera y la mediana no, así que también la apuntamos, aunque en contra de su voluntad. El pequeño empezó hace un par de años por el mismo razonamiento. Sin embargo, a pesar de este origen casual, la educación musical de mis hijos se ha convertido poco a poco en un proyecto personal mío, en el que he invertido mucho tiempo, por no hablar del dinero. Hay que llevarles a las clases, y los primeros años asistir a ellas. Luego hay que conseguir que practiquen, y disuadirles cuando quieren dejarlo. Todo esto lo hago yo.


Colourstrings tiene un enfoque muy informal, pero una vez al año todos los alumnos tocan en un concierto y los profesores escriben un informe sobre su actuación. Es lo más parecido a un examen que tienen en esta academia. El concierto-evaluación de este año fue anoche, en una iglesia de Highgate que tiene un Steinway. Era la primera vez que tocaban mis tres hijos y los tres lo hicieron bien. No me habría sentido más satisfecho si los aplausos hubieran sido para mí.

Al salir del concierto, para celebrarlo, fuimos a cenar a La Porchetta. La Porchetta es una pizzería en Muswell Hill, aunque hay otras cuatro sucursales en sendos barrios del norte de Londres. Vamos bastante con los niños. Las pizzas son excelentes, con ingredientes frescos y una base auténtica de pan. Las hacen delante de ti. Aparte de las pizzas, la comida no es muy buena. Sin embargo el valor de La Porchetta no está en el menú, sino en el ambiente informal, desenfadado y un poco caótico, como en las fiestas de un pueblo español. Todo es ruido y movimiento. Los camareros parecen recién salidos de la Italia profunda. Todo les parece bien. A los niños que se quedan un rato mirando al que amasa las pizzas normalmente acaban dándoles una bola de masa. Siempre hay alguien celebrando un cumpleaños. Cuando te traen la tarta, los camareros vienen en tropel, uno con un bombo, otro con una bocina. Dan la impresión de disfrutar haciéndolo. Si el que cumple años es un adulto, a veces le ponen una masa de pizza sin cocer en la cabeza, como un velo de novia. Me gustaría que me lo hicieran a mí alguna vez. Al entrar en La Porchetta parece que dejas Inglaterra atrás y que por alguna razón te puedes relajar, como un actor que deja el escenario unos minutos.

martes, 10 de marzo de 2009

Les Associés

El sábado fuimos a cenar a Les Associés. Está en Crouch End, que es un barrio de nuestro entorno. Quizás es el sitio más cerca de casa donde se puede comer bien. En Les Associés nada es moderno, ni de diseño. Está en una casa no muy distinta de la nuestra en la que han tirado las paredes interiores del piso de abajo para formar la sala del comedor. Los camareros y el cocinero son gente muy similar a sus clientes, y el trato es relajado y de igual a igual. Es como si unos vecinos que saben cocinar decidieran invitar a cenar en su casa a gente del barrio. Pero tienes que imaginarte además que esto vecinos son franceses, porque Les Associés es un restaurante francés. Da la impresión de un restaurante de barrio de una ciudad francesa, el mismo restaurante que estas personas hubieran montado si en vez de vivir en un barrio de Londres vivieran en un barrio de París.

Desde luego no es alta cocina, ni aspira a serlo, pero dan muy bien de comer, platos tradicionales franceses bien pensados y bien preparados. Yo comí de primero cigalas que habían hecho a la plancha con mantequilla abiertas a lo largo, con un picadillo de verduras muy agradable. A las cigalas es muy difícil hacerles nada sin empeorarlas, pero este plato lo conseguía. De segundo comí estofado de ciervo. Quizás la carne estaba demasiado hecha, como en los estofados de antaño, pero aun así era un plato excelente, con una salsa oscura y espesa de sabor robusto y penetrante. De postre tome una especie de tarte tatin deliciosa. Dos cenas con buen vino setenta y cinco libras. No está mal.

Como para enfatizar el ambiente informal del lugar, a mitad del primer plato se fue la luz en todo el barrio, y no volvió hasta los postres. Cenamos a la luz de unas velas que encontraron en un armario y nos fuimos pasando de mesa en mesa.

domingo, 8 de marzo de 2009

Historia del esquí

La primera vez que fui a esquiar fue en las navidades de 1982, en el primer año de la carrera. Todavía tenía un poco de dinero de cuando tocaba en grupos de pachanga, y estaba empeñado en invertirlo en cosas a las que no habría tenido acceso de otro modo, como por ejemplo esquiar. Vi unos carteles en la calle en Madrid anunciando un viaje de esquí muy barato a Cauterets, en el Pirineo francés, y al salir de clase de solfeo en el conservatorio de Noviciado, me presenté en la dirección que ponía en el cartel, en el Edificio España. Pero el mundo es un pañuelo, y en la oficina, detrás del mostrador, me encontré con Pablo, que había estado sentado a mi lado en la clase de solfeo unos minutos antes. Sin yo saberlo, Pablo era uno de los organizadores del viaje, además de un gran esquiador.

Pasé las navidades en Zaragoza con mi madre. El mismo día de nochebuena le di un gran disgusto, pues aparecí en casa con un corte de pelo punk, de los primeros que se veían en Zaragoza. La gente por la calle se me quedaba mirando fascinada, sin dar crédito a sus ojos. Con esas pintas me uní a la expedición de esquí. Habíamos acordado que el autocar pararía para recogerme al pasar por Zaragoza, enfrente de Casa Emilio.

Pablo y sus amigos pertenecían a un ámbito burgués, madrileño y conservador en el que no habría esperado encajar. Sin embargo, por razones que aún no acabo de entender, me acogieron con los brazos abiertos y lo pasé en grande. Me llamaban Arapa, por el corte de pelo. Fui a esquiar otra vez con esta pandilla, creo que al año siguiente. Esta vez fuimos a Les Angles. En uno de estos viajes compartí apartamento con dos estudiantes de derecho engominados de no recuerdo qué ciudad de Castilla la Vieja. Uno era dirigente de las juventudes de Unión de Centro Democrático. Nos caíamos sorprendentemente bien.


Con uno de los amigos de Pablo me fui de vacaciones a Ibiza años después. A Pablo lo seguí viendo en el Conservatorio y en el Teatro Real hasta que me fui de Madrid. A veces me llevaba en su vespa a donde tuviera que ir. Nunca he pasado tanto miedo. Luego perdimos el contacto, pero hace un par de años una de mis cuñadas azafatas me dio una carta de un piloto que me conocía, y era Pablo. Ahora rebuscando con Google me entero de que sigue tocando el piano y componiendo.

A raíz de estos viajes, empecé a ir a esquiar a la sierra de Madrid, a veces con Nacho, a veces con Gracia, y a veces solo, siempre entre semana. Iba en Metro a Nuevos Ministerios vestido de esquiador y con los esquís y las botas a cuestas. Allí cogía el tren a Cotos. Unas veces esquiaba en el mismo Cotos y otras iba en autostop desde Cotos a Valdesquí. (Por cierto, me acabo de enterar de que la estación de Cotos lleva cerrada una década)

Cuando vivíamos en Estados Unidos fuimos a esquiar dos veces: una vez a Blue Mountain, en Ontario, y otra a Killington, en Vermont. Eran las primeras veces que esquiaba mi mujer, que venía en contra de su voluntad. Íbamos con compañeros míos del doctorado: Richard, Justin y Jodie, Manyul, Steve y alguien más. En Blue Mountain nos alojamos en un motel de película de carretera americana, todos en la misma habitación. Uno de los dos viajes, no sé cual, lo hicimos en el Chevy Nova de Richard. Desayunábamos en el coche, camino de las pistas, delicias que adquiríamos en un drive-thru McDonald’s. Nos reíamos mucho.


No volvimos a esquiar hasta el 2003, ya viviendo en Londres y con niños. Fuimos tres años seguidos a Formigal, aprovechando que mi hermano nos dejaba su apartamento en el Valle de Tena. Los dos primeros años fuimos los cinco. Al pequeño lo dejábamos en la guardería de la estación. El tercero fuimos mis dos hijas y yo con mi hermano y su hijo mayor.

Y así llegamos hasta el viaje a Panticosa del mes pasado. En resumen, he esquiado entre cuarenta y cincuenta días, siempre en sitios de medio pelo. Nunca he estado ni en los Alpes ni en las Montañas Rocosas. Me han dado entre quince y veinte clases. No esquío con la fluidez y la naturalidad de los que han esquiado desde pequeños. El esquí pone de manifiesto como nada las diferencias de origen. Sin embargo esquío suficientemente bien para divertirme, bajo por donde haga falta y nunca me caigo. Esquío como hablo inglés.

viernes, 6 de marzo de 2009

¿El Golfo de Vizcaya?

Anoche tenía una cita con un patrón que está buscando tripulantes para cruzar el Golfo de Vizcaya. Se llama Graham. No nos habíamos visto hasta anoche, pero sabíamos el uno del otro por medio de David y otros amigos míos de Seahorse que han navegado con él. Uno de ellos, Peter, ya se ha apuntado a esta travesía. Anoche estábamos Peter y su mujer Pip, Graham y yo.

El plan es inmejorable. La idea es participar en una regata desde el Río Helford, en Cornualles, hasta L'Aber Wrac'h, en Bretaña, y desde allí seguir camino hasta La Coruña, con una parada en Belle-Île si la meteorología lo permite. Todas mis referencias apuntan a que Graham es un patrón precavido y con experiencia. Su barco no es ni muy grande ni muy nuevo, pero es uno de esos diseños clásicos británicos de quilla corrida enfocados principalmente a cuidar de su tripulación cuando las cosas se ponen feas. Los otros dos tripulantes son buenos amigos y buenos marinos con los que he navegado mucho.

Naturalmente, cruzar el Golfo de Vizcaya es una de mis aspiraciones en la vela. Creo que esta es mi oportunidad. Me siento a gusto con el plan. Cierro los ojos y me veo pasando por el Chanel du Four y Pointe du Raz o avistando el faro de Estaca de Bares después de unos días sin ver tierra. Y verme así me hace ilusión, como les hacen ilusión las cosas a los niños.

Nos había citado Peter en el Lamb & Flag, que es un pub de los de verdad en Covent Garden. Luego fuimos a cenar a una sucursal de Carluccio's. Carluccio's es una cadena de restaurantes italianos que tiene una reputación completamente inmerecida. El ambiente y la decoración son muy agradables y los camareros italianos hacen bien su trabajo. La lástima es que no puedes sentarte a pasar un rato, disfrutando del ambiente, admirando la decoración y hablando con los camareros. Tarde o temprano tienes que comer, y la comida es de un nivel ínfimo. Yo tomé de primero unos calamares a la romana que aparte de no estar grasientos no tenían ninguna otra virtud, y de segundo un risotto malísimo, con el arroz casi crudo y un sabor fortísimo a avecrem. Casi treinta libras por cabeza con postre y vino. ¡Con lo bien que se puede comer en restaurantes italianos en Londres por no mucho más dinero!

Espero que cuando pasemos nosotros por aquí el lugar esté completamente irreconocible:

miércoles, 4 de marzo de 2009

La clase de Cantet


El domingo fuimos a ver La clase. Es simplemente una película maravillosa en todos los sentidos que se me ocurren, un ejemplo sublime de lo que tiene que ser el cine. Consiste en una serie de escenas e incidentes en una clase de lengua y literatura en un instituto de un barrio obrero, empezando con el primer día del curso y terminando con el último. La historia está sacada de la autobiografía de un profesor de instituto, que además actúa en el papel inspirado en su propio libro sobre su propia vida. Los demás actores tampoco parecen profesionales.

Tiene un argumento con preparación, cumbre y desenlace, pero es lo de menos. Lo maravilloso de la película es la contemplación atenta, sincera y compasiva de una serie de vidas humanas, las de los alumnos y el profesor. Estas vidas del montón adquieren a través del ojo mágico del director una belleza y una dignidad estremecedoras. Da la impresión de que esto se consigue no a través de artificio y distorsión, sino al presentar estas vidas tal como son, sin preconcepciones ni interpretaciones. El resultado es un canto conmovedor al valor de la vida humana, a la importancia de cada individuo en cada momento de su vida. A mí a veces este valor me parece ficticio. Viendo La clase me he sentido avergonzado de esta tendencia mía.

Llama la atención la ausencia del mal en este grupo de jóvenes maleducados, agresivos y a veces violentos. Mi primera reacción es pensar que esto es una idealización que le resta valor a la película, pero Cantet inspira tanto respeto que estoy dispuesto a creer que lo que de lejos llamamos maldad desaparece cuando nos acercamos más y miramos con la atención que Cantet nos enseña.

Sólo he visto otra película de Cantet, L’Emploi du temps, que es igualmente maravillosa. Ahora quiero verlas todas.

Vimos La clase en el Phoenix, que es un cine independiente encantador abierto desde 1910. Está en East Finchley, que es uno de los barrios placenteros del norte de Londres. Cuando vinimos a Londres intentamos comprar una casa en East Finchley, a la vuelta de la esquina del Phoenix, pero nos la quitaron.